La Comisión Europea tiene previsto realizar una propuesta de revisión del etiquetado nutricional de los productos envasados antes de que acabe el año. Una tarea que previsiblemente no resultará nada fácil y que ha levantado una división de opiniones no solamente entre países, sino también en sectores como el aceite de oliva, el cárnico o el lácteo que han manifestado sus opiniones respecto a los beneficios y carencias de este sistema.
El fin de esta iniciativa no ha de ser únicamente clasificar o categorizar los alimentos como sostenibles o no, y trasladar eso a un etiquetado, sino que debe dirigirse a ofrecer herramientas objetivas para el análisis y evaluación a los operadores que intervienen en el proceso de producir, transformar y comercializar un alimento que apoye la tendencia de ir hacia un sistema alimentario más sostenible.
Por ello, cabe plantearnos: ¿cuál sería el mejor camino para conseguirlo? ¿Sería mejor una norma de aplicación obligatoria para todos los Estados Miembros o, por el contrario, una norma con un enfoque sectorial voluntario? ¿Qué problemas nos encontramos en el ámbito económico y social que impiden lograr un entorno sostenible en todos los eslabones de la cadena alimentaria? ¿Es posible una reforma global de los actuales modelos de normalización y códigos de autorregulación de las empresas? ¿A través de qué mecanismos legales sería viable su aplicación uniforme?
Existe una ambigüedad notable y apenas vinculante en lo que se refiere a los criterios homogéneos de aplicación en el sector alimentario. Esto se debe a que la industria ha de tener en cuenta no solo la influencia de factores como las tendencias de la oferta y la demanda internas, sino las tendencias seculares o a largo plazo de los precios internacionales, y la presencia de exportaciones subsidiadas en los mercados mundiales. La política económica nacional también ejerce sus efectos en los precios agrícolas reales, a través de instrumentos tanto sectoriales como macroeconómicos. Por lo tanto, es imprescindible que los Estados Miembros de la Unión actúen conjuntamente, en lugar de imponer su etiquetado unilateralmente, como sucede en el caso de Italia o Francia.
Y es que este sistema debe ser voluntario para que los operadores elijan si les merece la pena ofrecer o no a los consumidores un alimento que pueda ser calificado como sostenible. Y si deciden que sea así, estos deben cumplir entonces con una serie de condiciones obligatorias (un marco jurídico regulatorio armonizado y objetivo, que sea a la vez simple, realista, flexible y aplicable a nivel comunitario) para que ese alimento pueda ser etiquetado como sostenible y sean, finalmente, los consumidores los que lo acepten como tal y lo comprendan sin caer en el riesgo de confusión o error.
Del mismo modo, el proceso de un etiquetado de sostenibilidad en la alimentación debe basarse en la evidencia científica. Debe ser resultado de hechos empíricos contrastados, y alejarse de la subjetividad y de la opinión propia de cada país.
Así, a nivel europeo, podremos conseguir un modelo armonizado capaz de fomentar un orden y que evite, a su vez, obstáculos presentes y futuros si no se llegase a establecer un método uniforme. Y aunque queda un trabajo arduo y costoso por hacer, el final no puede ser otro que el beneficio del consumidor, de la industria y de la sociedad.