Hoy quisiera hablar de un tema que a todos los profesionales del sector alimentario les llama la atención por sus diferentes matices, y más ahora que el cumplimiento de la Agenda 2030 se encuentra casi en su ecuador y el cambio climático es uno de los principales compromisos de todos los eslabones de la cadena alimentaria. Probablemente muchos de los que estén leyendo esto ya sabrán que me refiero a la discrepancia entre Estados Unidos y Europa sobre cómo implementar la política climática en la agricultura, sin que por ello se vea afectada la producción de alimentos y, en suma, la seguridad alimentaria no solo de sus habitantes, obviamente, sino también del resto del mundo.
Empezaré por donde las políticas se centran en ayudar a los agricultores a adaptarse a la transición, Estados Unidos. En este sentido, las administraciones han prioridad a incrementar las ayudas, mediante importantes inversiones en I+D, en biotecnología y técnicas para mejorar la capacidad de resistencia de los cultivos ante los efectos adversos del cambio climático, sin que sus agricultores y ganaderos estén sometidos a normas específicas y sin que por ello estén desinteresados en producir alimentos cada vez más sostenibles, que utilizan menos insumos y menos recursos, pero sin merma de sus rendimientos.
Por otro lado, en la UE los agricultores y ganaderos se están viendo y se verán sometidos a una pléyade de exigentes normas medioambientales, en el marco de la Estrategia “De la granja a la mesa” del Pacto Verde Europeo, que podrían frenar los rendimientos de sus producciones en el futuro más inmediato. Así, la UE ha marcado sus propios objetivos para contrarrestar el cambio climático y para llegar a los mismos se proponen (por no decir, imponen) normas muy estrictas desde el punto de vista medioambiental y de bienestar de los animales, y que ni se consultan a los realmente afectados (agricultores y ganaderos), ni sus opiniones se han tenido en cuenta, ni se les ha ayudado a lograr tales objetivos más allá de lo que ya vienen percibiendo a través de la PAC. No más fondos de apoyo, pero sí más exigencias de tipo medioambiental, muchas de las cuales afectarán a la productividad y, al final, contribuirán a una menor seguridad en el autobastecimiento de alimentos y, por el contrario, a una mayor dependencia de las producciones de países terceros.
Es, por ejemplo, lo que está pasando en esta campaña con los cereales en la UE. Un fuerte incremento de los costes de producción y una sequía primaveral en muchos de los países productores está llevando a que las importaciones comunitarias de maíz, sobre todo, y de trigo de abastecedores terceros se estén incrementando de forma considerable, siendo España uno de los países más afectados.
Ante toda esta situación me pregunto si el aumento de la dependencia alimentaria es realmente lo que busca la UE con sus políticas medioambientales. Unas directrices que, en muchos aspectos, resultan irracionales, como la que propone para reducir drásticamente el uso de fertilizantes y fitosanitarios, sin contar previamente con alternativas viables que no afecten a la productividad de los cultivos.
Por eso, me gustaría hacer un llamamiento a los políticos europeos para que reflexionen sobre las necesidades reales del sector agroalimentario, lo que puede y no puede beneficiar a la cadena alimentaria a largo plazo y, por supuesto, que desaparezca aquello que se está haciendo mal. Y es que es evidente, en caso de estar interesados en avanzar hacia objetivos factibles y una meta concreta, la necesidad implícita de apostar por la involucración general, además de invertir en tecnología para llevar a cabo modelos de producción más sostenibles.